lunes, 29 de septiembre de 2008

En defensa de los vicios primigenios

Aborrezco las mañanas presurosas. Odio tener que levantarme con el tiempo encima: correr, prender el calentador del agua, correr, preparar la cafetera, correr, revisar los documentos del día, correr, repasar la agenda, correr, asentir que nada falta, correr y, en la puerta, recordar, la loción: correr. No me agrada levantarme con el resorte del colchón. Dar un salto para salir de la cama entre el mundo etéreo de los sueños y acicalarme en esta fría realidad otoñal. Estar a punto consciente desde el instante que se detiene el despertador es una tortura digna del más laureado inquisidor. Me gustan las mañanas que respetan mi tiempo [no es que sea mucho, no necesito de mucho]. Requiero de un respeto a mi somnolencia. Debería existir un derecho constitucional [lo propongo aquí, ante ustedes], uno de esos inmanentes a todo ser humano, que prohíba correr por las mañanas, que defienda como inicial prioridad cotidiana abrir el ojo izquierdo, luego el derecho, luego pensar cualquier cosa sin importar lo que sea, estirar los pies y los brazos, revisarse el cuerpo; tomar conciencia. El derecho me asiste. En mi trabajo debiera ser de sensata cabalidad: «Maestro, ¿cómo está?, ¿despertó bien?, ¿le faltó tiempo para asirse a la realidad? Si no es así, mejor tómese este día, no podría ser peor. Es más, en recompensa a este maltrato psicológico, físico y espiritual, la Institución [con I mayúscula] que por mi conducto le habla le indemnizará y gratificará con resultados próximos e inmediatos a su mísero salario. Discúlpenos». Es verdad, redacté estas líneas con los ojos abiertos pero dormido del todo. Luego de que suena el despertador con tres a cinco minutos tengo para levantarme, saber cuál es la fecha y la hora del día, ver por mí y preguntarme y responderme por lo demás: recapitular. No me molesta levantarme temprano: si hoy a las 10, si mañana a las 6:30, si ayer a las 8:15. Lo que me irrita es forzar la máquina. Igual con el café matutino. Requiero de una taza del café del grano que debí moler segundos antes. Caliente, que tenga que soplarle para que eleve su aroma sobre mi rostro. En este caso ignoro si pueda hacer otra moción constitucional porque no todo el mundo apetece de café [incivilizados seres civilizados], pero defiendo mi derecho a una adicción. ¿Por qué digo esto? Por la defensa pública a una adicción o, en el mejor de los casos, a un vicio que nos haga «mejores» -con comillas- [esto de «mejores» es relativo, porque puede que este vicio nos provea de desastres laborales o sociales pero con resultados favorables en lo personal]. Todos tenemos derecho a un vició, de cualquier tipo, siempre y cuando nos provea de lo necesario para los requerimientos para inmediatos personales. El argumento de este par de simples ejemplos: la defensa del descanso para el respiro mental y el derecho a una taza de café matutino, hablan de lo más llano en resultados del quehacer. Sin embargo, ambos los considero «vicios elementales», vicios que llenan las líneas y me proveen de verbo, ambos hechos se reflejan en mi trabajo: mis textos procuran despertar del descanso catapultados por los sorbos de un café caliente. Y de ahí nace una pregunta más: ¿qué tipo de «vicio elemental» tenía el Guernica, Eugene Delacroix o Martin Kippenberger, por nombrar algunos? ¿Qué hubiera sido de la literatura sin un Kafka que escribía en penumbras con tinta azul o morada? Así, los ejemplos abundan. No estemos por los vicios malignos, sino por los esenciales, los básicos que te levantan y te duermen, que te alimentan y te llevan de caminata nocturna. Ahí, en ellos, recae la sustancialidad humana, en la simpleza del vicio o la adicción o como quiera que deba ser llamado

viernes, 12 de septiembre de 2008

r-ANA CRUZ-ificada

Tres o cuatro semanas atrás se reavivó en Italia la eterna discusión sobre lo que es permisible y/o no en el arte. Luego de que el nuevo «Museo de Arte Moderno de Bolzano» volviera a exponer parte de la obra del alemán Martín Kippenberger se movieron las aguas. La obra que reactivó la crítica fue una rana crucificada de un metro de altura que en la mano derecha porta una un tarro de cerveza –dice la crítica europea- y en la izquierda un huevo, ambos pies clavados y un rostro de aspecto sarcástico-irónico más que funesto o tétrico.
El conflicto se dio luego de que el presidente de la Junta Provincial de Bolzano (provincia autónoma en la que se habla alemán e italiano y que forma parte de la región Trentino Alto Adige), Luis Durnwalder, exigiera que la obra fuese retirada del museo porque, evitando todo juicio artístico, la obra «puede ser considerada una provocación por parte de la población del Alto Adige (sub Tirol), en un 99 por ciento católica». Categórico, finaliza diciendo que «se trata de un acto blasfemo».
El final de la historia llegó cuando las autoridades del llamado «Museion» se negaron a retirar la obra. Basaron su argumento en un amplio material informativo sobre el significado de la escultura y la crónica del autor, que revelaba «un momento personal de profunda crisis».
Este hecho revela, en el análisis superficial, la ignorancia que hay alrededor del creador y la recaída temática.
Martin Kippenberger nació en Dortmund 1953 y murió en la Viena de 1997. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Hamburgo y tuvo de siempre compañeros y colegas importantes para la historia de las artes. Las semblanzas a sus producciones señalan que «su estrategia consiste en crear obras perturbadoras que en ocasiones se presentan como obras superficiales, pero que esconden serias preguntas acerca de la responsabilidad moral del artista con relación a los valores y creencias del mundo occidental. Se sirve para ello de montajes paródicos de objetos cotidianos».
La eterna discusión de lo permisible en el arte se reavivó en la discusión mediática. Sin embargo, la crítica de arte ha vuelto a cuestionar la validez de una obra que, en apariencia, utiliza una imagen sacra para desacralizarla. El viejo truco del éxito: trastoca lo intocable, con ello vendrán las miradas a tu obra y a ti, principalmente. Escarba, pica, coquetea, estimula; que la creación sea lúdica e impúdica. La diferencia de una obra que es intencional en su fin a otra que busca la trascendencia, parece para esta obra, es la sencillez del mensaje y la inocencia de la fabricación.

sábado, 6 de septiembre de 2008

MPh, fin del camino



Mea culpa


En busca de la absolución



[Uno. Marinero] Años atrás, seducido por una portada que mostraba un elegante, aunque viejo buque, renté 1894. La película pasma y perturba, no porque esté envuelta en violentas imágenes, complejos efectos especiales o grandes inversiones escenográficas, sino porque la fuente del guión se halla en los silencios musicales y el fuerte de la cinta en la personalidad de Adrien Brody, el primer actor. La historia centra la vida de un individuo que habita por siempre, desde temprana edad, un elegante buque turístico a la manera de los cruceros. Jamás toca tierra. Bajo ninguna circunstancia, aun en riesgo de perder la vida se niega a poner pie en puerto alguno. No hay descenso, sólo el zarpar inacabable del pianista del barco. [1. M] Olvidé la cinta hasta ahora que, imaginando este ambiente, me veo como aquella figura y no. En la cinta, el pianista revela sus descomunales fobias por el devenir y decide morir en el lugar que siempre vivió antes que «hacer tierra». En mi caso, sé que debí desembarcar mucho tiempo antes, pero revelando aversiones íntimas no lo hice. Así que, haciéndome de valor, desembarco. Estoy en la aduana, como afirmo en los agradecimientos, en espera de la anuencia de los comandantes y oficiales para viajar por otros rumbos y ver desde acá el oleaje, los viajeros y el nuevo mundo que se abre. Por eso, como el pianista de 1894, soy y no. [1. M] La simpleza de traer el pasado al presente, de traer el pasado al futuro, es para «remontar el insondable río del tiempo», escribe Alberto Chimal. Recuperar lo irrecuperable, zarpar en busca del tiempo vivido es un ejercicio común. Recordar usando la memoria o ¿de qué otra manera podrían recuperarse las emociones sino desde la tranquilidad del recuerdo haciendo memoria? Tengamos presente que la memoria fue para los griegos la madre de las musas. Sobre esto, vale la pena aludir una valiosa cita de Hannah Arendt: «Mnemosine, la Memoria es la madre de las Musas, y el recuerdo, la experiencia del pensamiento más frecuente y fundamental, se ocupa de las cosas que están ausentes y han desaparecido de los sentidos. Pero lo ausente –una persona, un hecho, un momento- que se evoca y se hace presente al espíritu no puede aparecer del mismo modo que ante los sentidos, como si el recuerdo fuera cosa de brujería». [1. M] Las musas, obviamente, cantan porque la Memoria -su madre- les ha enseñado. La memoria del recuerdo, transmitido en canto al oído experto del artista, del poeta, conduce a la imaginación. Y, ya en el tema de los barcos, los mares y los ríos, tendría que decir que es el recuerdo un viajero en una insignificante barcaza que, por los ríos de la memoria, busca soltar amarras en el insondable puerto de la imaginación. Gracias a Zeus, Rilke me rescata del naufragio cuando escribió que: «[…] no basta con tener recuerdos. Hace falta olvidarlos cuando ya son muchos, y tener una paciencia inmensa para esperar a que vuelvan. Pues los recuerdos, por sí mismos, no son lo importante. Sólo cuando se han transformado en nuestra verdadera sangre, en mirada y gesto, y dejan de tener nombre, hasta ser indistinguibles de nosotros […] sólo entonces puede suceder que en el momento menos pensado surja la primera palabra de un poema». Por ello Krishnamurti dice que «[e]l pasado resucita en cuanto uno verbaliza. Las palabras son el pasado». La mayoría de los poetas que hablan del «poder de la palabra» lo afirman. El pensamiento convoca los hechos, la palabra los reúne: la única forma de hacer real algo, aunque sea en los universos paralelos de la imaginación, los sueños o el arte, es nombrándolos, llamándolos. El recuerdo vive al renombrarse. Por ello, escribió William Wordsworth, es que «La poesía es el flujo espontáneo de los poderosos sentimientos; sus orígenes están en la emoción recordada en la tranquilidad». Y T.S. Eliot afirma que «[t]odo poeta comienza con sus propias emociones y con la lucha –que es lo único que constituye su vida- por traducir sus agonías personales y privadas, en algo universal e impersonal».
[Dos. Marinero, marinero] Escribe Enrique Krauze en su ensayo «Narrar la vida» que: «Tres disciplinas literarias se disputan, como celosas hermanas, el arte de narrar la vida: la historia, la novela y la biografía. No son las únicas ni las más remotas. La tradición oral, las antiquísimas escrituras, las baladas populares, las crónicas, son sus parientes cercanas, pero sólo aquellas tres compiten por la atención permanente del lector […] La historia no sólo es la más antigua, respetada, arraigada, sino también la más pródiga en ámbitos culturales y nacionales, en especialidades y subgéneros y, por supuesto, en autores. La novela es la hermana sexy: joven (tiene apenas unos cuantos siglos), conserva aún la frescura de los tiempos en que contaba las hazañas de los caballeros andantes, y los ingenios de Cervantes. Los novelistas son acaso más venerados que los poetas y dramaturgos. La biografía, en cambio, es la hermana pobre y desangelada. Casi tan vieja como la historia, alguna vez compitió con ella al tú por tú, pero hace al menos dos siglos que vio pasar su momento de esplendor. Ahora vive confinada en una rica habitación de la casa de Occidente, el cuarto anglosajón, y hace tímidos paseos por los barrios aledaños.» [2. M] Las tres hermanas hacen memoria, viven del recuerdo, de «[l]o que ya no está allí, lo que no está allí, lo que todavía no está allí. Los tres nombres del tiempo de la ausencia: pasado, presente y futuro de la poesía» -dice Chimal-. Así que El hombre iniciático de la llama triple. Estudio en tres sinfonías alrededor de Fernando Calderón. Biografía, prosopografía, universo comentado y utilidad y deleite de la poética de la patria, es de la memoria, producto de la indefinición postmoderna, de no saberse estudio literario o estudio histórico o estudio biográfico; o de saberse las tres en partes condensadas. [2. M] Fernando Calderón, El hombre iniciático de la llama triple, es el «hombre nuevo» decimonónico que, educado con los «arcaicos» preceptos novohispanos, decide re-transformar sus ideales por los «novedosos» de su siglo. Cambia el título nobiliario de «Conde de Santa Rosa» por el de abogado, universitario. Va de la intendencia feudal a la administración del estado. Escribe poco porque vivía la literatura en una especial intimidad, en el sacrificio y sopesándola con las demás actividades, como la política, la familia, la burocracia y los bienes heredados. Su anecdotario resguarda la fidelidad a sus ideales federalistas que le descalabraron en la «Batalla de Guadalupe» e inspiró el célebre «Soldado de la libertad». Fue secretamente «escocés» del café «El águila», al igual que en las tertulias de Zacatecas y la capital del país, fraterniza con las grandes plumas del tiempo. [2. M] Es Fernando Calderón –llamémosle don Fernando- El hombre iniciático de la llama triple porque parto del principio Rosa Cruz que afirma que el universo tiene en su origen las mismas leyes fundamentales del fuego, con nacimiento, plenitud y muerte. Una llama que, en amarillo, crece iluminando poco a poco la habitación y en su esplendor, en rojo, deja todo a descubierto. Una llama que purifica: efecto-origen. Sin embargo, don Fernando no sólo es una llama en la nueva habitación en la que se amparan «santos laicos» que reciben adoración y son revividos –ahora, en la postmodernidad- para apellidar premios, escuelas e instituciones. Don Fernando es uno de ellos. Don Fernando es la llama que ilumina, pues, esa habitación. Don Fernando no es sólo una llama, es la llama triple: la del amor al amor, la del amor patrio y la del amor divino. [2. M] La poética de don Fernando es memoria y recuerdo. Está cimentada en los más viejos preceptos literarios de las temáticas universales: amor enamorado, amor al mundo que habita, amor al devenir después de la vida material. Don Fernando es iniciático porque es el primero en aprender-prender su propia lámpara y en mostrar los cómos del hacer. Es iniciático porque abre la puerta al Romanticismo del que Andrés Lira bautizó como «Siglo de discordias». Con su llama triple deja ver la espaciosa sala por la que Altamirano, Prieto, Payno, entre más, se pasearon –unos más, otros menos-, dando lustro al piso ajedrezado en blanco y negro. [2. M] Don Fernando es El hombre iniciático de la llama triple en el que encontramos la poesía misma, «la poesía [que] cambia con el tiempo –dice Paz- pero sólo, como el tiempo mismo, para volver al punto de partida». Es el iniciático que lleva la llama triple. Es la memoria, es «Los recuerdos» de «[…] ¡fatal memoria! / Estos los sitios son donde algún día / De placeres purísimos colmada, / Gozó Felicidad el alma mía. / Aquí está todavía / La señal de la huella idolatrada / De mi bien más querido… / ¡Triste recuerdo del placer perdido!».
[Tres. Posdata. No podía quedarme sin leer este párrafo y ya en lo de la memoria y con Paul Reverdy que afirma que «La ausencia es la madre de todos los poemas»] Googlee Fernado Calderón y en los resultados aparecieron más de tres mil ligas que poseían esas características: ya Fernando, ya Calderón, ya ambos. «Fernando’s» hay en el mundo como gotas en tormentosa lluvia y «Calderones» poco menos, pero en cuantiosa anexión al fin y al cabo. [Paréntesis. ¿Saben que en Colombia existe un Fernando Calderón, vivo, de unos 60 años de edad, que pinta arte pop, con un discurso violento y que vende sus grabados en sumas que no superan los seiscientos pesos? Diría Santi: «está chidísimo». Sierro paréntesis] Del que me interesa hallé no más de treinta, aunque todas remiten a tres o cuatro puntos centro o cómo tenga que decirse en el cyber leguaje. En las páginas electrónicas «Palabra virtual» y «Poemas de amor» [sí, ahí, con esos nombres, ya saben cómo es eso en la web] están sus dos obras conocidas: «La risa de la beldad» y «El soldado de la libertad». En «Biografías y vidas» apuntan: «(Guadalajara, 1809-Villa de Ojocaliente, 1845) Escritor mexicano. Se le considera uno de los primeros escritores románticos de México. Combatió contra el general Santa Anna en la batalla de Guadalupe. Escribió poesía y dramas románticos bajo la influencia de Lamartine». CONACULTA, en su apartado de museos y «teatros», da la referencia geográfica de la localización del teatro que lleva su nombre en Zacatecas. Igual hace la Secretaría de Turismo del Gobierno del Estado de Zacatecas [ha!, esta información la repiten en innumerables direcciones y ligan a alguna de ellas]. Ninguna, «como por no dejar», dicen más. Lo peor viene después. ¡No está en «Wikipedia»! y, luego ya en el drama telenovelesco, la Universidad Autónoma de Zacatecas no lo pela, ni a él ni al teatro. ¡Santa Literatura!

Las portadas de libros Richar Baker

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