viernes, 19 de abril de 2024

Las portadas de libros Richar Baker

 


Las Portadas de libros de Richar Baker

 

Edgar A. G. Encina

 

He descubierto el trabajo de Richard Baker (Baltimore, 1959) en una tienda de accesorios para casa, durante las vacaciones de Pascua. Premeditadamente acudimos al negocio ubicado en el que puede ser el centro comercial más grande de Ciudad de México y de la América hispana. Iraís, mi esposa, buscaba una edición en oferta de La Boule que Villeroy & Boch diseñó como juego de vajilla en siete piezas. Mientras ella veía la posibilidad de llevarse una que mezcla colores negros y blancos, yo andaba los pasillos. A cada paso que daba lo hacía con cuidado, temeroso de tropezar con algún set de Harcourt o de tentear algo de Krosno o de Saarum.

En ese mar de lámparas, juegos de vasos y copas, de banderines y sets de no sé qué infinidad de artículos decorativos, apareció sobre una mesa de centro Beverly una caja que ponía Classic Paperbacks Memory Game. Paintings by Rchard Baker (Princeton Architectural Press, 2020). A juzgar por mi temeroso recorrido, aquello era lo único allí del mundo de los libros, además de los costosos libreros de Jafer, Casa Armida o De Toro Mu. Levanté el objeto para sopesar de qué iba y cuando lo tenía a la altura del pecho Santiago, mi hijo, espetó: «¿Qué haces? ¿No sabes que aquí es ver y no tocar?». «Esto me habló, respondí, y mira, no es tan caro como todo lo demás. Me lo llevaré». No aprobó la decisión, pero quiero pensar que lo hizo más por hambre que por otra cosa.



Luego fuimos a comer y regresamos al hotel. En ese lapso busqué por la internet quién diablos es/era Richard Baker. En castellano poca cosa. Algunas referencias de autores traducidos al castellano que hablan de su labor, pero poco. Parvadas de aves que se desintegran. Apareció un homónimo, autor de una zaga titulada Corsario dedicada al público juvenil, interesado en historias de piratas o aventuras de mares embravecidos. De nuestro Baker apenas descubrí que inició pintando bodegones y en el ambiente anglosajón goza de fama por sus esculturas, óleos e instalaciones representacionales inspiradas en las portadas de los libros que le han influido; que su trabajo se oferta a través de las Galerías de Arte de Albert Merola y Tibor de Nagy. Al parecer en México es un desconocido.

La trayectoria de Baker encontró, desde la década de 1990, en esta definitoria expresión artística su sello, el cual le ha llevado a formar parte de distintas colecciones norteamericanas y europeas e impartir cursos en las más prestigiosas universidades de occidente. Esa pequeña arca, más allá de ser un afiche de colección, me es útil para releer a Gérard Genette, cita primaria y obligada para teorizar en torno a los paratextos. La obra contiene, al menos, tres elementos sustanciales de interpretación: estatus pragmático en la forma direccional de comunicación, la sustancia de orden textual y el aspecto funcional que aporta cierto grado auxiliar accesorio al libro. El elemento retratista, desde mi enfoque, no dista de las funciones complementarias que realiza cualquier portada de libro, las cuales son atracción de público y presentación de obra (título, autor, editorial). Si usted ve, por ejemplo, la pintura de Poetry a moder guide to its understandign and enjoyment de Elizabeth Drew se preguntará, al menos de primera instancia, la calidad y los alcances del libro. La diferencia aquí es que el cuadro es mucho más grande que el libro y por ende más espectacular. Luego, el poder sensible del arte aquí se multiplica.



Nota histórico-contextual.

Fue hasta mediados del siglo XV que se estandarizaron los libros con portadas. La historia del libro situó al calígrafo alemán Peter Schoeffer (1425-1503) como el primer diseñador de portadas. Schoeffer trabajó junto a Gutenberg en aquel mítico taller de usos móviles. Después se popularizó la utilización de grabados de madera para decorar los bordes e interiores de las portadas. Quizá las grandes transformaciones ocurrirán en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando las portadas comienzan a presentarse de forma austera, y con el siglo XIX, que enfocó gran parte de sus energías en la creación de tipografías. México no es la excepción, la Historia crítica de la tipografía en la Ciudad de México (Palacio de Bellas Artes, 1934-35) de Enrique Fernández Ledesma prueba la tesis. El siglo XX se caracteriza por la incursión de artistas en la conformación de portadas; una revolución visual se dio en toda la centuria. Basta ojear los distintos estudios en materia de cultura gráfica que se producen en las universidades para descubrir esa pluralidad de estrellas en el universo

 

 

lunes, 25 de marzo de 2024

Cómo sostener una columna literaria


R. van der Mejiden, Strawberries on a plate, Gouache, 33x35cms, 1979.


Cómo sostener una columna literaria

 

Edgar A. G. Encina

Una versión de este documento fue publicada en en el número de marzo, 2024, de la revista Gaceta universitaria

   

Debo enviar la colaboración para la revista universitaria en la que escribo. El editor, en un correo de tratamiento formal con salutaciones cordiales, acaba de recordándome que el tiempo apremia. Tic, tac. Cada segundo de cada minuto cuenta porque están formando el número del mes y faltan detalles, informa y señala con un dedo invisible que percibo flamígero. Supongo que soy uno de esos detalles, lo cual me proporciona un sentimiento huidizo que cambia del sosiego de no ser el único atrasado a la intranquilidad de posicionarme en la línea de salida y llegar en último, hacerlo en malas condiciones o de plano procrastinar con el evasiva más simplona que pueda traducirse como «lo intenté, no pude, no me dio la gana».

Cuando trabajé de periodista estar con las manecillas apuntando a la sien era el pan del día. No necesitaba del correo, WhatsApp o llamada telefónica del inmediato superior para saber que estaba a contrarreloj. Día a día en el oficio se está tarde. Sólo hay dos maneras para estar a tiempo o algo adelantado con las notas: las conexiones o el poder adivinatorio adquirido con la experiencia de rondar el mundillo. Hay que considerar que uno soporta el régimen de la premura por costumbre y —en mi caso— por la juventud. Este no es el caso. En este momento no se trata de redactar una nota informática ni de repasar el evento equis ni, mucho menos, de falsear la página con dos fotografías agrandadas.



S. de Vries, Chocolate eggs bag, Oil on panel, 1968.


Entre los supuestos de sostener una columna habita la pelotera idea de que se puede escribir con el reposo y marinado del tiempo, las lecturas, el acontecer, algo de política y —obviamente— reflexión, sino sesuda al meno coherente con la línea del relato. Nada más lejos de lo habitual. Conozco quien redacta desde la internet o alguna aplicación en el móvil, que le dicta al ordenador o arma algo con cinco palabras que anotó en la servilleta que utilizó en la comida de ayer y escuchó de la mesa de lado. Están, también, los que escriben de un hilo. Sin puntos ni comas ni estabilidad van de palabra a palabra como divina creatividad alumbrándonos. En estos casos las preguntas son, al menos dos, ¿quién los lee?, y ¿en qué momento dejaron de leerlos?

Está claro que escribo de lo que leo. Sé de la existencia de otras formas, he leído de ellas. Vivo en el «destino circular del grafópata o graphopathés» que Gonzalo Lizardo describe en El Grafópata (Era, 2020) como «aquel que padece la literatura como si fuera un mal crónico o un vicio lúcido, que se adquiere para contagio». Pero es que este mes ha sido de nadar en una piscina de oficios, hojas, legajos y carpetas burocráticas. Resisto a que los tonos impersonales, la líneas frías, los párrafos cargados de títulos y administrativos, de actas que responden y solicitan, descorazonen la columna. En descuido pueden colarse palabras que nos empujen a desarrollar, realizar, requerir, solicitar, fortalecer y responsabilizar a quién sabe qué cosas que el Estado fuerza.


S. de Vries, Milk, Oil on panel, 21x15cmx, 1968.


Ricardo Piglia apunta en El último lector (Anagrama, 2005) que «la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión óptica». La lectura es luz que se expande en tonos azules o mengua en amarillo. El Josefh K de El proceso (Akal, 2022) de Karka, individuo gris, opacado y deslucido, sólo leía la oficialía del trabajo y la demanda, lo que le condujo a dejarse morir, ¿recuerdas? A K le faltó asirse a algo, a una pequeña tabla, como lo hago ahora. En esa piscina, mar u océano una palabra flotó: acoger. El presupuestante, el estado, la oficina; todos se deben acoger. Se trata de un verbo transitivo que puede significar que algo o alguien sirve de refugio o que se admite en casa o compañía de otro. En ambos casos es el ejercicio de un abrazo que cubre y resguarda y, en el «doble sentido de lenguaje» mexicano que siempre tiende a lo sexual, es que alguien te coge, te toma, te posee, te hace el amor. Tampoco vayamos allá, sólo se trata de 700 palabras que buscan no ahogarse ni decolorarse ni excusarse.





lunes, 19 de febrero de 2024

Fotografías que se vuelven portadas

 

Gabriel Casas, Día del libro, Barcelona, 1932


Fotografías que se vuelven portadas
brevísima historia de un retrato

 

Edgar A. G. Encina


Una versión de este artículo fue publicada


Carlos Ruiz Zafón murió el viernes 19 de junio de 2020. A esa fecha le conocía por un par de artículos y reportajes, me parece que de La Vanguardia o Abc, pero no le había leído. Con la noticia de su deceso un grupo de amigos, mientras comentábamos la noticia, tuvimos la genial idea de comprar su tetralogía La sombra del viento. Magú, que había vivido en Barcelona por unos cinco años, fue la que tomó el mando; se aseguró de comprar el compendio que va en una caja conmemorativa y de hacernos saber la cantidad a desembolsar por cada uno de nosotros. De los cinco participantes ella era la que tenía mejores antecedentes porque aseguró haberle leído y, vale decir, una notada nostalgia por la ciudad Condal.

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Ruth Orkin Photo Archive, Comic book readers, New York, 1948


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Fred Brommet, Lecteur, París, 1949


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lunes, 22 de enero de 2024

Sobre el amor a los libros y a las personas

 

Hiroshi Sato, Window, óleo de 47x36cms., 2014



La sutil cercanía
Sobre el amor a los libros y a las personas

 

Edgar A. G. Encina

  

Para D. L.

Una versión de este documento ha sido publicada en Gaceta Universitaria
febrero 2024

 

El coleccionismo tuvo su explosión con la revolución industrial, a mediados del siglo XVIII, y sus ondas de expansión se desplegaron por todo el siglo XIX como una hidra que echaba raíces en todo sitio, en insospechados lugares. No es que antes no existiera tal actividad humana, pero estaba destinada a una élite que poseía los recursos económicos, tiempo de esparcimiento y educación para dirigir sus intereses. Una visita a los museos, teatros, centros y edificios culturales de ciudades antiguas nos da la oportunidad de observar que a esa élite le interesaban los muebles, el arte, las propiedades urbanas y campestres, y objetos nimios como porcelana, tapetes, joyas y libros. Sus intereses iban de lo macro a lo micro por la misma avenida. Lo querían todo y a la mano. La historia da la oportunidad de catar, sin importar la procedencia social, el interés que la humanidad ha abrigado por atesorar cosas más allá de los costos o rareza o fineza.

Con los decimonónicos atestiguamos los prolegómenos al gran banquete del que todos los glotones participamos. La posesión de esos pequeños y/o mayúsculos cuerpos se puede leer desde la obsesión por atajarlo todo como signo de la riqueza monetaria y estatus cultural. Más allá de los enfoques con que se estudie el fenómeno, aquella concentración de haciendas nos hablan de las delicatessen y singularidades de sociedades idas. Tazas para el té, jaulas para aves, cucharillas para los postres, cajones de oficios, cepillos para el cabello, gavetas de curiosidades, pedrería fina y exótica o libreros atestados, significaban para aquellas personas la posibilidad de reunir el mundo conocido en un espacio; un retrato integrador del mundo, la sociedad y el gozo que proveía al intelecto que «le deparaba un placer íntimo, sensaciones pacíficas, serenas, incluso quietistas cercanas», escribe Georges Duhamel en Carta sobre losbibliófilos (Trama 2021, 11).


George Van Hook, American, Oleo de 76.2x63.5cms., 1954


Escribo en pasado, aunque puede leerse en presente. Los coleccionistas que más atraen la mirada son lo que acumularon obras de arte. Museos, galerías, colecciones hacen gala y existen políticas estatales de protección y divulgación. No es mi intensión discutirlo sino subrayarlo, porque en mi interés están esas bibliotecas, librerías y colecciones privadas y públicas de libros que entran en el mismo radar. Pienso en mi exigua colección de bibliográfica y en cómo me he ido deshaciendo de algunos atesorando otros, menor en su cantidad. Con diferencia al afán coleccionista me he ido desprendiendo de libros y los que se van quedando deben pasar por tres pruebas. Dos de estos pulsos las comparto con Gerald Murnane expuestos en su Última carta a un lector (Gris Tormenta, 2023). El primero es que:

Tengo mi propia manera de determinar el valor de un libro; no solo lo que llaman una obra de literatura, sino cualquier clase de libro o, de hecho, cualquier pieza musical o cualquier así llamada obra de arte. En términos simples, podría decir que juzgo el valor de un libro de acuerdo con la cantidad de tiempo que el libro permanece en mi mente. Pero no puedo dejar pasar la oportunidad de explicar cómo la lectura de un libro o el recuerdo de un libro no son para mí lo que parecen ser para tantos otros (25).

Lo aplico por igual a todo lo que me rodea, incluso personas. Del amor a los libros he aprendido el afecto a todo lo demás. El segundo es que:

A través de mi larga vida, me he enamorado de varios cientos de personas y personajes femeninos. Nunca podría esperarse, por supuesto, que los personajes siquiera se percataran de mi existencia. Muchas de las personas eran igualmente ignorantes, y, de las que restan, muchas nunca se habían percatado de mis sentimientos hacia ellas. Del pequeño número que todavía queda, un mero puñado parecía reciprocar mis sentimientos, y de ese puñado me acerqué a tan solo dos o tres, dependiendo de la definición que uno tenga de cercanía (79).

         En ambas referencias priva la selección de la memoria y la valentía de acercamiento. Con diferencia a los libros que me acerco, con las personas soy más cauto, quizá hasta temeroso. En ambos casos busco la lealtad de la memoria y el corazón apasionado. Cuando pienso en esta relación siento que soy The Talented Mr. Ripley (Paramount Pictures, 1999) y cómo pudiendo tener la mayor biblioteca y el más preciado álbum de amores, prefiero un maletín que cargue con dos mudas de ropa, cinco libros y tu retrato.




 

jueves, 30 de noviembre de 2023

Categorizar los Booktubers


Los otros autores
Categorizar los Booktubers

  

Edgar A. G. Encina

   

Se me ha ido el nombre del teórico de las redes sociales que fue el primero en advertir que las personas propensas a exhibirse no se percatan de cómo son percibidas y que en sus afanes por la búsqueda de notoriedad estas conductas se han agravado y masificando. Cuando leí esto, si la memoria no me falla, había poco más de una docena de plataformas e YouTube preparaba su gran despegue, así que, aunque se entendía, no tenía los ejemplos que a borbotones invaden ahora. Esta reflexión sin fuente ha venido bien para simplificar una eficiente y antidemocrática coartada de análisis de las personas que gustan mostrarse —¿será inmolarse?— en videos y disemina lugares comunes que niegan la decadencia visual que nos avasalla, afirma Loris Zanatta y Cecilia Denot en su Manual de autodefensa intelectual (Edhasa, 2023).

Con justicia para la realidad debe anotarse que en el ordenador y en el móvil no sólo reinan individuos ridiculizándose y/o caricaturizando a otros, están también quienes se toman enserio su imagen y lo que desean proyectar. El ejemplo lo pongo en los Booktubers. Estas figuras, con distancia del desdén que algunos intelectuales les miran, suelo entenderlos cada vez más como autores, aunque la categoría aún no la clarifico. Hacen labores de divulgación con algo de crítica desde el formato audiovisual y elaboran desde el conocimiento de campo y el empirismo, estrategias discursivas y narrativas más o menos ecualizadas a ciertos valores estéticos, con acento en los gustos e intenciones personales. Nada que no halla hecho un crítico o divulgador libresco desde/con las maneras tradicionales.

Para justificar y categorizar a estos Booktubers como autores hecho mano de, por ejemplo: Foucault, Barthes, Bouza, Raboni o Leal, que exploran los entornos de la pregunta ¿qué es un autor? El que ha venido bien para abrir la discusión, lo noto con los estudiantes de grado y posgrado, ha sido Gonzalo Lizardo que, en «Fábula de los autores que se bifurcan» en El grafópata o el mal de la escritura (Era, 2020), afirma que: «En la actualidad, apenas se espera de un autor algo mejor de lo que se espera de cualquier ser humano cuando mucho, que sea talentoso, inteligente o ingenioso, emotivo o emocionante, universal y único».

Lizardo suma a la categoría econiana —de/por Eco— de autor modelo, autor real y autor liminal la de autor apócrifo, en/por Borges, para afirmar que «la noción moderna de autor se ha bifurcado una y otra vez, multiplicándose por los senderos de una página, para compensar de algún modo el histórico menoscabo de su prestigio… o para reproducir mejor la factura del sujeto moderno: esos hombres y esas mujeres que viven y medran, vaciando a cada instante entre el alma y la piel, la vigilia y el sueño, el interdicto y la trasgresión, el saber y el placer, la libertad y la tranquilidad, lo real y sus ficciones, el Yo y el Otro». De allí parto para intentar categorizar a los Booktubers, autores bifurcados que avientan otra pala de arena al autor muerto que vuelve de su tumba para hacer escribir en video.

 

 

sábado, 11 de noviembre de 2023

En memoria de Armando González Quiñones

 


José Gutiérrez Solana, El bibliófilo, 1933



Los últimos guardianes

En memoria de Armando González Quiñones

 

Edgar A. G. Encina


 Una versión de este documento ha sido publicado 
en el número 9/2023 de Memoria Universitaria

  

Pasada la hora y media de Indiana Jones y la última cruzada (Paramount Picture, 1989) Harrison Ford, en el papel del afamado arqueólogo, se encuentra cara a cara con el último de los tres hermanos que perdidos durante Las Cruzadas (1096-1291) buscando el Santo Grial. Adentrado en la sala y por los túneles que dan al Tesoro de Petra, el aventurero debe enfrentarse al anciano guardián que, decaído por la edad, apenas puede sostenerse en sí y a su espada. El hombre debió esperar más de 700 años para su relevo, el cual ahora sólo debe atinar a beber de la copa original con la que Jesucristo departió en la última cena.

Esa escena, claro que con más detalles, se la comenté un par de ocasiones a Armado González Quiñones para decirle que el era uno de esos tres hermanos, aunque lo que el protegía no eran copas diamantinas ni exuberantes, sino libros viejos. La primera vez lo tomé por sorpresa y no pudo o supo responder. En el segundo momento estuvo un poco guasón y se prestó a decir, o en todo caso mascullar, los nombres de quienes podrían ser los otros hermanos. Empezó por fraguar su inventario, al que contribuí con un buen directorio, que superó con facilidad los tres nombres; guardo el ejercicio en la memoria sin afanes propagandísticos para evitar recelos.

Me he enterado de su partida un par de días tarde, por letra de Esaí Ramos Montoro que en un menaje me cuestionaba si conocía a «este señor». Particularmente, al momento que escribo estas líneas, he visto en Facebook notas de condolencias firmadas por Alma Ríos, Alejandro Félix Cherit, Bernardo del Hoyo, pero nada en ningún medio local. No sorprende. Es la trayectoria final de todo gran amante de la letra impresa; vida discreta y silencio fraterno. Quién lo extraña está en casa y no sólo es la familia. ¡Ah, los bibliófilos! Su partida estuvo iluminada por una interesante trayectoria de la que otros han comentado.

Conocí a Armando por su hermano Arturo. «Habla con él, me dijo. Sabe mucho de libros y las cosas que te interesan». Tuvo razón.  Un día me presenté en su casa y al abrir, detrás de él un chico, creo su sobrino, llegó cargadísimo de libros, la mayoría polvorosos y viejos. «Me dijo Arturo que estás investigando sobre libros mexicanos» y antes de que pudiera afinar el dictamen ya estaba abriendo uno y otro y otro libro, para explicarme qué encontraría y qué debía preguntarme. Así fue mi amistad con ese erudito; con un libro de por medio porque ¿de qué otra cosa podríamos hablar?

A Quiñones le interesaba particularmente el siglo XVI, los fondos privados, las bibliotecas históricas, las librerías y hablar. Fue un generoso dialogante del que siempre había por aprender. Me parece prudente dejar un par de comentarios finales. El primero destaca sus aportes como investigador y escritor en impresos como A 450 años de la circulación del libro en Zacatecas (IZC, 2000) e Historia de las bibliotecas en Zacatecas (CONACULTA, 1992). El segundo agradece los guiños bibliográficos y la guía para continuar las pesquisas; con sus recomendaciones terminé de escribir, por ejemplo, Las librerías de viejo en la Ciudad de México (UAZ, 2021) y proyectar la investigación sobre la extinta Librería del Prado.

Descansa en paz, maestro.




jueves, 12 de octubre de 2023

Los límites de la biblioteca particular

 

Martin Koole, The well read gril, Dutch, 1956.



Los límites de una biblioteca particular

 

Edgar A. G. Encina

 

Una versión de este documento ha sido publicada en el vol. IV, No. 8 de Memoria Universitaria

 

Samuel Pepys, inglés que vivió en el siglo XVII, aseguraba que la biblioteca de un caballero debía estar organizada «en pocos libros y en el espacio más reducido», alimentada con los mayores temas que al propietario interesaran y salvaguardando otros que no, porque los libros tienen la obligación de decir lo que se quiere oír y lo que se niega a escuchar. Esta biblioteca debía contener la cantidad precisa de tres mil libros, cifra que media entre el peligroso exceso y la brevedad de lo insustancial. Así, recuerda Joaquín Rodríguez en Bibliofrenia o la pasión irrefrenable por los libros (UACh, 2016), que «La cantidad que Pepys estableció después de una vida delicada al acopo, el coleccionismo, el expurgo y la catalogación, fue de tres mil, cantidad que hoy puede verse integra e inalterable en el Magdalene College de Oxford». Anotación aparte es que la colección poseía el carácter de la inquietud, pues continuamente los ejemplares cambiaban de lugar dependiendo de las exigencias e intereses.

Con diferencia en la literatura del tema, sobre todo las de los siglos XVIII y XIX, Pepys hacía latente el problema de los límites del amor por los libros. La bibliofilia, que es la pasión irrefrenable por los libros, tiene demarcaciones, aunque poco se ha dicho sobre estas y más se ha escrito sobre los riesgos que encara dejarse llevar hasta bibliomanía. El tope, que para un lector más o menos avezado del siglo XXI parece corto, en el tiempo que se planteó representaba un universo bibliográfico extenso y coherente con la realidad. Empero, de tomar la recomendación del inglés ¿qué criterios deberían considerarse para cercar los límites de una biblioteca particular?

Una posible solución la plantea Georges Duhamel, francés que vivió de 1844 a 1966, en su Carta sobre los bibliófilos (Trama, 2021). El autor, «Médico escritor en su juventud, escritor médico en su madurez» anota José Luis Checa Cremades, presenta como alternativa el Beauve livre. La idea central reside en que el lector-coleccionista ponga especial atención en los libros hermosos, que son los livre d’amateur. La forma de reconocer un ejemplar con/de tales características estriba en notar que en su elaboración y composición se honraron las «costumbres cultas [del libro], [con la participación de] artesanos especializados, un material apropiado, ilustradores hábiles, papeles ricos y sólidos y telas de calidad, una encuadernación impecable».

Tanto para Pepys como en Duhamel, a pesar de separarlos un par de siglos, el epicentro de la biblioteca está contenido en un lector/público culto e interesado en la materia. También, en ambos, el tema económico es insustancial; se da por dicho que entre un libro y la atracción de por medio no debe privar la bagatela del dinero. La propuesta del francés es interesante, porque no sólo invita a buscar en los anaqueles de la historia, sino también a fijarse en las propuestas editoriales contemporáneas donde en muchos casos, como en los sellos Piel de salmón, La Dïéresis, La tinta del silencio o El dragón rojo, por nombrar un selecto grupo, retoman los conocimientos del pasado con un juego de elementos actuales y propuestas arriesgadas, lúdicas y fascinantes. Visto así, tres mil beauve livre son pocos y cifra promedio de bellos impresos para todo amateur.




martes, 26 de septiembre de 2023

Las tristezas del libro

 


las tristezas del libro

 

Edgar A. G. Encina

 Una versión de este documento fue publicada en la revista Memoria Universitaria
volumen 4, número 7, septiembre de 2023, p. 40

 

Escribo este artículo la semana que corre del 17 al 23 de septiembre alegrado por la librería de uso El Árbol que comunica la presentación de su versión digital, en la que han «trabajado durante algunos meses». Tienen en almacén público más de dos mil títulos a los que se suman otros cada semana. El evento es una respuesta algo tardía al desfavorable ambiente nacional que se cierne sobre la industria de los impresos. Apenas el ocho de septiembre Marco Antonio Flores Zavala en la columna «Travesías», publicada en el diario NTR, señaló el cierre de la Librería André-a, una de las emblemáticas en la ciudad y la región. Si bien el bajón de cortinas responde a varios factores, es indudable que la grave crisis por la que atraviesa el sector aceleró el evento.

         Históricamente los hacedores y ofertadores de libros nunca han vivido el paraíso, pero es que ahora predican por el desierto. En México existe una librería cada seis municipios y los números se ponen más raquíticos si lo llevamos a las editoriales. Aún en épocas doradas, como la de Aldo Manucio o el boom latinoamericano, los nubarrones siempre se han dejado sentir. Es un dicho multiplicado que los libros no hacen millonarios, pero sí dan de comer y proveen de satisfacciones al espíritu. Sin embargo, hay momentos de fractura que presentan mayores conmociones y todo parece indicar que estamos atestiguando un sismo de gran magnitud.

         La numeralia presentada por el Instituto Zacatecano de Cultura respecto a la Feria Nacional del Libro en Zacatecas celebrada del 18 al 26 de agosto provee indicios del problema. Los datos son los siguientes:

*        19, 036 asistentes.

*        1,338 jóvenes.

*        815 niños.

*        8 talleres.

*        7 actividades de fomento a la lectura.

*        5 actividades infantiles.

*        72 editoriales y librerías participantes.

*        29 presentaciones editoriales.

*        14 presentaciones artísticas.

*        2 conversatorios.

*        2 lecturas en voz alta.

*        12 creadores provenientes de 12 estados.

*        Atención en 6 municipios.

Falta el informe financiero, el reporte de gastos y el análisis costo-beneficio para un estado en el que, según datos de Gobierno, existen al menos 69 mil personas económicamente activas. Más que señalar que a la fiesta de los libros le faltó carnaval, en el análisis general continúan haciendo falta acciones para fortalecer el evento como:

*        tener un estado invitado por edición,

*        tejer un sistema funcional para que autores, libreros, editores y promotores acudan a escuelas, principalmente secundarias, preparatorias y licenciaturas, a leer, a escuchar, a dialogar;

*        la programación de libros exprofeso comprometidos por instituciones gubernamentales y de educación, e

*        incentivar a que el sistema editorial apueste con sus propios recursos por autores regionales sin depender del subsidio.

El primero de septiembre Milenio publicó «La agonía del libro en México» de Rafael Pérez Gay, el cual es un retrato de la situación nacional, en el que apunta que: «Entre las muchas destrucciones que este gobierno le ha impuesto a la sociedad mexicana, no la menor de ellas es la del libro, la frágil y debilitada industria editorial se acerca al punto más bajo de productividad con todo lo que ello implica: editoriales medianas y pequeñas en riesgo de desaparecer, librerías en serios problemas financieros, rendimientos negativos, desempleo, menos lectores».

Para sustentar la hipótesis de que el gobierno-estado, en todos sus niveles, ha abandonado los bienes de consumo editorial, remite al informe de Gerardo Jaramillo, ex director del FCE y Educal, el cual aseguró «que se acabaron los apoyos directos e indirectos a la industria editorial mexicana mediante diversos esquemas: ferias de libro nacionales y extranjeras, coediciones, compra de libros para bibliotecas públicas o sistemas como el bachillerato o la educación superior por las reducciones definitivas al presupuesto»

         Si bien esta columna inició con un párrafo agridulce que celebra el catálogo en línea de una librería de uso y el cierre de otra, al final la realidad avasalla. El cambio de ruta esencialista de las políticas públicas sobre el sector editorial, libresco y bibliográfico han puesto al libro en un desierto donde nada crece. He sido disperso, pero no inocente, con estas líneas porque, por donde se le vea, esto puede ir a peor en niveles demenciales.





lunes, 7 de agosto de 2023

(sobre) Calendarios

 Francois Durif, Cancella le tue tracce, Villa Medici, Roma, 2023.


Calendarios

 Edgar A. G. Encina

Una versión de este ensayo ha sido publicado en
el vol. IV, núm. 2, p. 25 de Memoria Universitaria

  

¿Quién y con qué criterios se elaboran los calendarios escolares? Esta doble pregunta siempre viene a mi cabeza al inicio de todo ciclo escolar. En agosto y en enero. Nunca he encontrado respuesta, aunque luego de los años tengo la idea de algunas posibilidades. Cuando egresé de la licenciatura y hacía pininos en la Secretaría de Educación estatal acudí a una invitación al Gimnasio Marcelino González. Llegué puntual, primer error de aquella mañana, porque el lugar estaba abarrotado y me ubicaron en las últimas gradas. A medio evento la presentadora pidió que explicara unas plantillas que habíamos diseñado en equipo, segundo error, porque al descender por esa larga escalinata sentí la mirada de los profesores que, seguro, pensaban que era medio tonto o tonto y medio, al sentarme allá arriba cuando debía estar presto en las primeras sillas. La falta fue que no me presenté a la entrada y seguí las instrucciones de una señora mandona que me dijo: «para arriba, joven, que acá son los importantes». La verdad, tuve miedo de decirle que yo era el licenciado García, porque de esos abemos a racimos. Expliqué mi plantilla y en seguida el Secretario, con ese mayúscula, el gran jefe pluma blanca, explicó el calendario escolar oficial que llevaríamos. Fue entonces cuando dijo: «¿Preguntas?» y yo, que tenía dos años en ese menjurje de fechas, levanté la mano. No pudo evitarlo, me habían cambiado de lugar y ahora estaba en tercera fila, enfrente de él. Nunca habíamos intercambiado nada, ni el saludo. Recuerdo que hasta contacto visual hicimos. «Señor, dije, ¿quién elabora el calendario y cuáles son los criterios para su armado?». El hombre se puso amarillo: «un comité en la Ciudad de México». Listo, listillo, dejó el micrófono, volvió la moderadora, todos aplaudieron y a la porra, todos de vuelta a casa.

Aquella respuesta me provocó imaginar un alto edificio, como los que vemos en las películas que retratan New York o Tokio; a hombres y mujeres sentados en un salón de juntas en el piso mil quinientos, decretando que esas fechas eran/son las ideales para que los chicos tengan el mejor aprendizaje y los profesores puedan desempeñarse de la manera más adecuada, contemplando siempre su salud emocional. El retrato no ha cambiado. Sigo imaginando a ese claustro de sabios determinando que los universitarios mexicanos deben iniciar sus sesiones la segunda semana de agosto y la tercera de enero, y los niños y adolescentes hasta la tercera de agosto y la primera de enero. Así igual para los recesos veraniegos y decembrinos. En el centro de aquella sala de juntas tienen un aparatejo similar a la Quija que les anuncia con precisión lo supremo, sin contemplar nada más porque los trabajadores de la educación somos seres mágicos y los estudiantes una especie de centellas luminosas que dan sentido al universo.

Kurt Schwitters, Collage, 1920

En Europa, por ejemplo, el calendario está determinado por el clima. Para ellos lo importante es que en verano, a unos 30 o 40 grados centígrados, los estudiantes estén vacacionando, no encerrados en cuatro paredes con pésima ventilación. Mejor encerrados en invierno; una boina o bufanda resuelve el problema. En Estados Unidos los calendarios se acomodan a las necesidades de los condados, más que de los estados o la nación, aunque siempre respetando días feriados como el 20 de febrero, «Día de los presidentes», o el 10 de noviembre, el «día de los veteranos». Esos condados piensan de la misma manera: evitar las clases en el alto de las olas calurosas. Algo debe haber allí, ¿no? En México, como en la mayoría de Iberoamérica, el jaloneo se produce entre dos poderes que quieren hacerse presente en la vida de los ciudadanos: el poder político y el poder religioso. Allí tenemos ganancia y podemos estirar el estío dos semanas en abril. En otros países lo que sucede es que existen días feriados regionales o locales que pueden responder a eventos históricos o religiosos o tradicionales, que en nuestro calendario no existen y debería considerarse, al menos como enunciación, aunque sin inhabilitarlo.

Pero, volvamos, ¿quién y por qué hacen los calendarios escolares de esa manera? Quizá hay una turbia política escolar que desea que las clases se celebren, por ejemplo, ahora en agosto, en uno de los meses más calurosos; seguro tienen información que les dice que los alumnos adormilados por el clima en realidad desatolondran un lugar del cerebro que les hace verse así, pero en realidad están entendiendo perfectamente que el cuadrado del decaedro es la suma de la responsabilidad ecuatorial de quién sabe qué cosas. A qué caray.




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